julio 30, 2007

Talk tonight / Ana no duerme


Estaba siendo comido por un lobo. Era un lobo joven y no producía dolor, incluso podía disfrutarlo por momentos. Su pelo claro me gustaba y también su manera de morder, con bocados pequeños que no llegaban a producir sangrados. Sus ojos, también claros, lograron marearme e hipnotizarme un poco, pero lo tenía bajo control, sin dejar que se atragante, le daba de probar porciones que podíamos manejar fácilmente ambos. Llegué a tenerle cierto cariño.

Un segundo antes que el teléfono vibre, ya podía sentirlo, como si fuera parte de la antena, sabia además quien llamaba sin necesitar el caller ID.

- Cómo estás?
- Podría estar mejor.
- Necesito que hablemos.
- Necesito o quiero?
- Si. Necesito que hablemos.
- Es bastante tarde ya.
- Ya lo se, pero no puedo esperar. Desayunemos.
- Está bien.
- Por donde te paso a buscar.
- Quiero caminar un poco. Cuando encuentre un lugar te aviso.
- Hace frío. Te paso a buscar.
- No. Necesito caminar. No me importa el frio.
- Necesito o quiero?

Corte y miré al lobo a los ojos. Mantuvimos un corto diálogo que ambos sabíamos que era de compromiso, por mera cortesía. Al principio se molestó.

- Me voy.
- Estás sangrando.
- No, ya no.
- Bueno, problema tuyo.
- Si, por supuesto.
- Puedo lamer tus heridas hasta que cicatricen.
- No existen tales heridas. Ves lo que querés ver.
- Quizá veo lo que vos no.
- Puede ser, pero necesitas ver más que eso para que me quede. Y no voy a hacerlo.
- La sangre atraerá más lobos. Yo puedo cuidarte.
- Voy a ver al lobo Alfa y puedo cuidarme de ella.

Siguió mirándome por un momento, ya comprendiendo que no tenía chances, probablemente creyendo que no iba a poder escapar del lobo Alfa pero sin saber que ya lo había hecho una vez.
Lo volví a mirar a los ojos que habían vuelto a cambiar de color, ya eran negros. Bajó la mirada y me fui.

Caminé con rumbo cierto pero sin saber bien que hacer. Pensé en alguna estrategia a tomar pero conocía muy bien a Alfa hasta el momento en que se volvía impredecible. Ahí era cuando me quedaba sin armas, sin planes y totalmente desnudo a merced de sus filosos dientes. Tenía que de alguna manera preveer esa situación pero sentía el miedo empezando a subir desde las plantas de los pies. A medida que avanzaba, el frio se hacía más intenso y cortante. Casi no podía pensar y unos frutos extraños que había comido hacían efecto.

SMS. Mc Donald´s de Córdoba y Medrano. Sin respuesta. En cuanto entré, supe que había elegido bien. Un lugar plástico, horriblemente ambientado, café malo y de filtro, poco clima, mucha luz artificial y en breve natural. No podía sufrir influencias externas. Seríamos ella y yo, cuerpo a cuerpo y en lugar neutral, quizá levemente a favor mío.

Compré un café y me senté contra un costado del lado de la calle, con la puerta a la vista. Un grupo de unos cinco travestis entro al rato y me atacaron con un catálogo completo de propuestas de trabajo al que ni me molesté en responder.

Concentrado en el café no la vi entrar. Se sentó sin saludar, lo que me pareció bastante lógico recordando un poco el último encuentro. Ya estaba amaneciendo y el color violáceo del cielo opacaba aún más todo.

- No me esperaste.
- Lo estoy haciendo.

Se sacó el abrigo. Una campera de esas sintéticas, capucha con forro interno de una especie de peluche suave y muy fino, el que alguna vez acaricié. De un blanco impecable. Sin rastros de sangre. Al dejarla sobre el asiento empujó un torrente de su más exquisito perfume. Florar y delicado pero lo suficientemente intenso como para que diera justo en el blanco.

- Buen tiro.
- Que?
- Nada.
- Voy por café.

Al alejarse la miré un momento y al volver la vista al frente, uno de los travestis me hace una seña cómplice como de aprobación la que devuelvo a modo de agradecimiento, cómplice también.

Volvió con su vaso de café en la mano y lo apoyó en mi bandeja, haciendo un comentario supuestamente gracioso respecto al espacio que ocuparían dos bandejas solas en la mesa.

- No sabía que te gustaba Mc Donald´s.
- Lo odio.

Empezó a hablar. Me tomó de la mano y siguió hablando. La miré a los ojos y ella hizo una pausa.
Su mano seguía ahí tomando la mía. De alguna manera sintió que no estaba a gusto con eso y me soltó con la excusa de la necesidad de hacer un ademán, lo que use para ponerlas fuera de su alcance.

El travesti por encima del hombro de ella me hacia toda clase de señas obscenas que sus amigos acompañaban con carcajadas. Una de ellas fue demasiado y logró sacarme una sonrisa.

- No sabía que te gustaban los travestis.
- No me gustan.

Siguió hablando durante unos veinte minutos que parecieron horas, acentuado esto por el sol a pleno pero sin calor.

- Olés a sexo.
- Tu olfato ya no es el mismo.
- Pude ser, pero esta vez no me equivoco.
- Olés lo que querés oler.
- Sonás bien cuando tenés miedo. Quiero que vengas conmigo.
- Ya tuvimos una conversación como esta.
- Sigue siendo la misma.
- No esperes otra cosa entonces, sigo pensando igual.
- Y lo vas a hacer toda tu vida?
- Depende de cuando vaya a morirme.

Se paró y supuse que para arrinconarme contra la ventana cortándome la salida. Me paré también y levanté la bandeja.

- No terminaste tu café.
- No quiero más. No quiero nada más. Ya es mañana hace rato. Necesito dormir.

Silencio perpetuo y un brillo en sus ojos que no llegó a ser nada más que eso.

- Te alcanzo.
- Son sólo unas cuadras.
- Hace frio.
- Ya no.
- Como quieras.
- Necesito caminar.

Salimos y la miré a los ojos nuevamente. Sabiendo el riesgo que corría pero sintiéndome a la vez seguro, la abracé y la besé. Acaricié el peluche rugoso y áspero como la piel de un cordero recién carneado. La campera, rojo oscuro, casi negro.

No escuche pasar su auto mientras caminaba. No sentía el frio. Apuré sin embargo el paso. Sangraba demasiado, pero estaba vivo.

julio 19, 2007

Cerca de la revolución


A veces pienso que nunca llegaré a ver feliz a nadie.

Hace tiempo que estoy viviendo en la ciudad y esa sensación me invade desde la primera hora. Las noches fueron eternas al principio, en las que me costaba cerrar los ojos por causa del ruido de motores y las luces de los autos. Con las persianas bajas, era casi imposible dormir por el calor y ente las rendijas se filtraban los rayos de los ojos de aquellos monstruos mecánicos que corrían carreras a ningún lado por la avenida cuatro metros debajo de mi cama.
De chico viví en un complejo de diez casitas, cada una de ellas con un pequeño jardín delante. Extrañé durante un tiempo el fondo de ese lugar en el que jugábamos al futbol o construíamos chozas con ramas, cartones, trapos. Era un terreno que con los años nos enteramos con consciencia que no era nuestro, que en la línea certera en la que terminaba el cemento y comenzaba el pasto y la tierra, habría en algún momento una medianera. Llegaba hasta la calle de atrás, Rincón, que no estaba asfaltada y era lindera a las vías de un tren de trazos modernos con primer vagón de perfil aerodinámico salido posiblemente de la primer película de Flash Gordon, allí por los ´60. Media unos treinta o cuarenta metros de largo y alrededor de quince de ancho.
En la primavera temprana, salíamos de la hibernación y la primera imagen era un pastizal que nos llegaba a la cintura. Como si se tratara de la confección de un plan de batalla, nos organizábamos para el corte del pasto, recoger la basura, sacar los cascotes y apilar en una montaña situada en algún lugar estratégicamente previsto los despojos de la faena para en una ceremonia cuasi tribal, proceder a la quema de las brujas del invierno en una hoguera que duraba hasta ya entrada la noche. Entre las vías y la calle corría una zanja en la que cazábamos ranas, renacuajos, y toda clase de insectos que reteníamos en frascos y luego olvidábamos condenándolos a una muerte segura.
Recuerdo las peleas entre ropa colgada vs. picadito, con un score histórico ampliamente favorable a ropa colgada, ya que contaba con el apoyo técnico de “las madres” quienes mediante un autoritario NO, desvanecían todo intento de recreación deportiva, incluso camuflado detrás de un “pateamos despacito”.
El fondo, fue el escenario en el que de noche, muchos perdimos el miedo a la oscuridad, quizá buscando un lugar imposible de descubrir por quien le había tocado la desafortunada tarea de contar, en escondidas en las que cada vuelta podía durar más de media hora.
Fue el aula en la que muchos de nosotros hicimos nuestras primeras armas con los asados, arrebatados y con tapa de asado en lugar de vacio, fraudulentamente vendida por alguno de los carniceros del barrio, aprovechándose de nuestro nulo conocimiento sobre de cortes de carne, con el carbón mal calculado y la correspondiente corrida al mercado en busca de unos cinco o diez quilos extras, por supuesto también mal calculado.
De este lado de la frontera o límite entre la casa y el fondo, estaba la pileta que, con un plan similar al de la limpieza del fondo en primavera, acondicionábamos en el eminente verano.
Depósito invernal de cuanta cosa anduviera suelta por ahí, sumada al agua de la lluvia que con el pasar del año llegaba a tomar un color negro digno de una ciénaga, la pileta era el centro de reunión desde el comienzo prematuro de las vacaciones. En una especie de asamblea legislativa, dictábamos las leyes de convivencia y uso después de arduas discusiones en las que surgían reglamentaciones respecto de los amigos o familiares que vivían fuera del fuerte, el uso de la ducha y la condena lapidaria a la “hora del silencio” que nunca entendí por qué su nombre era “la hora” si en realidad eran dos. Dicho tormento iba de las 13 a las 15 y tenía como objetivo pocas veces cumplido, que tomáramos una siesta e hiciéramos la digestión. Lo único que hacíamos era mirar el reloj esperando que las agujas con una ayuda divina, se acerquen al 3 y al 12. Supongo que en uno de esos días, decidí ser agnóstico.
Muchas veces, salíamos de nuestras casas para ver si alguien había dado el primer paso. Si existía algún temerario e intrépido revolucionario, era seguido por el resto, tomando como base de operaciones los bordes de aquel rectángulo del deseo, por supuesto con completo e inquebrantable mutismo, que sólo era violado 10 segundos antes de las 15 con el inicio de una cuenta regresiva que terminaba en un chapuzón multitudinario, violento y acompañado por gritos de locura y éxtasis desenfrenado. Habíamos tomado la Bastilla.
No conocimos por mucho tiempo a los vecinos ajenos al complejo. Claro que sabíamos quienes eran y donde vivían. Muchos eran compañeros de escuela, amigos de amigos. Nos cruzábamos en el ritual de los tediosos mandados ordenados por “las madres”, mirándonos muchas veces sin hablarnos pero con cara de “te entiendo, yo también soy víctima”, al cargar con vergüenza esas bolsas floreadas o a rayas impropias para la estirpe de cualquiera de nosotros, y digna de ser causal de despido para cualquier asesor de imagen. Quizá esa comprensión mutua por un sufrimiento común y nunca jamás después comentado, fue parte de lo que contribuyo a afianzar esos lazos que no se desatarían.
La salida del fuerte fue progresiva. La seguridad de lo conocido fue gradualmente desapareciendo con los años. La casa pasó a ser el barrio. El futbol siguió pero en un baldío que estaba al cruzar la calle, en la esquina, donde al principio no conocíamos a nuestros propios compañeros de equipo y menos a los rivales. La elección de los integrantes por medio de un democrático pan y queso. El futbol había ganado, no había ropa colgada.
De a poco y sin darnos cuenta, el barrio extendió sus límites. Venían de la lejanía, del otro lado de la vía, del otro lado de la avenida, de cómo seis cuadras. Y el futbol siguió por un tiempo, hasta que también sin darnos cuenta, se transformó en algo esporádico y anecdótico. La escondida en el museo y la pileta no tanto.
Y un día se escucho “Viste a la hija de…?” y lo importante pasó a ser el sábado pero no por el futbol sino por la música. Y la asamblea se reunía nuevamente pero no para ver quien cortaba el pasto sino para decidir dónde íbamos a bailar a la noche.
De repente, la dictadura del estudio, del trabajo, de la mudanza. Y el barrio que vuelve a ser casa. El círculo que se achica y con el los límites. En reuniones clandestinas de partidos proscriptos los sábados seguían pero con algunas bajas. Fulano tiene parcial el lunes. Mengano laburó como un perro toda la semana, está muerto. Y los que sobrevivimos o lográbamos escapar con mínimos rasguños nos encargábamos de mantener ese bastión lo más en pie que fuera posible.
Y la mudanza y el exilio. El vacio. Y todo se perdió. Lo perdí. Lo dejé escapar. El duelo. Mirarse las heridas. La sangre. Las curaciones de urgencia y la rehabilitación. Aprender a caminar de nuevo. Despacio. Analizar errores, estrategias equivocadas. Planificar todo otra vez. Sacarle el polvo al uniforme y al casco. Revisar el arsenal. Vencer primero la vergüenza de haber escapado a las balas. Vencer primero al miedo de salir al campo de batalla, a esta puta ciudad que mata pobres corazones, a esta tiranía auto impuesta. Ensayar el discurso muchas veces para después darse cuenta que lo que falta es valor para levantar un simple tubo de teléfono y marcar ocho simples números. Y otra vez ensayar ese entreverado, patético y andrajoso discurso, con explicaciones banales, sin sentido, excusas que como tales siempre son inútiles. Discurso que constaba de sólo una palabra. Perdón.
Con la mano amiga o no tanto de las nuevas tecnologías en comunicaciones, sin dar la cara, salió un día una moderna paloma mensajera virtual, que llevaba en su pata un mensaje con un tímido y cobarde cómo estás. La paloma volvió con un bien y vos?
Las barreras se levantaron de golpe haciendo un ruido ensordecedor que muchas veces vuelvo a escuchar en sueños, pesadillas. Las trincheras de repente aparecieron sin el agua que las inundaba y de la que todavía siento el frio. Las armas que se destrabaron. Las medallas de antiguas batallas libradas que ya no importan estaban relucientes. La imagen a lo lejos de la silueta inolvidable de cada uno de ellos.
Fue en un aniversario bajo el signo de aries, el que tuve en cuenta en los años que pasaron, pero que en un momento dejé de festejar e incluso llegue a olvidar. El cuartel, un bar de Palermo.
Camuflados entre otra gente que era indiferente a nosotros y que con reciproca ignorancia convertimos en ausencia. Sólo estábamos nosotros y nuestras almas con un par de decenas de cuerpos alrededor.
Y el reencuentro y los abrazos. Y las sonrisas y carcajadas. Y los abrazos y más abrazos. Y las fotos, las imágenes. Y mi hermana tuvo una nena y la otra está embarazada. Y la mía también y está en Andorra. Y yo tengo una hija también. Y las fotos y las imágenes.
Volver al frente. Cargar las armas. Planear nuevamente. Tratar de ganar terreno. Tratar de tomar el poder que ya teníamos sin darnos cuenta. Ahora la ropa la lavamos y la colgamos nosotros y jugamos al futbol cuando y donde queremos. Y la comunicación moderna pero con los mismos códigos, la misma música. Y las lágrimas y el llanto contenido que no permitieron que saliera y que en este puto momento cae a litros pero no inunda nada. Y el discurso que nunca fue dicho. Que no hizo falta. Nunca hubo lugar ni tiempo. Nunca me dejaron hacer lugar ni tiempo para lo que era totalmente innecesario y que quedó en un papel arrugado en mi bolsillo y dice gracias.


A veces pienso que nunca llegaré a ver feliz a nadie. A veces pienso cosas sumamente pelotudas.

julio 06, 2007

The wall



Hace algunas semanas que me bajo una cuadra antes del colectivo al llegar a mi trabajo por la mañana. La primera vez que hice tal cosa, frente a la puerta de la oficina me pregunté por qué. No me lo cuestioné demasiado, en parte porque no me llegó ninguna respuesta que me convenciera lo suficiente.

La segunda o tercera vez, se me ocurrió que podría ser porque me fumaba en esos cien o ciento veinte metros, el primer cigarrillo de día. Lo descarté inmediatamente porque dentro de la oficina fumo casi libremente.

Surgieron cosas tales como que el motivo era terminar de escuchar el tema que venía sonando, que quería estirar las piernas antes de estar ocho horas sentado frente a la computadora, que necesitaba sentir un poco cómo estaba el clima, que era una especie de último momento de no trabajo, que mentalmente hacia una especie de listado de tareas pendientes. Todas respuestas lógicas pero insuficientes. Había algo por lo que yo hacia eso pero no lo tenia muy claro.

El atractivo del paisaje es nulo. Es el costado de una fábrica enorme que ocupa toda la manzana. Una pared de ladrillos a la vista carente de interrupciones atrevidas, sólo unas pocas ventanas altas, pintarrajeada a la cal. La vereda casi inexistente por momentos, invadida por el pasto y la basura, con grandes charcos de agua que no pueden saltarse y me obligan a pisar el barro en los días de lluvia o pronunciada humedad.

Con el tiempo, casi olvidándome de cuestionármelo, descubrí que lo hacía porque era uno de los pocos momentos en que me encontraba solo. Un instante mínimo en el día en el que pensaba en mí, y que una vez que atravesara la puerta de la oficina estaría acompañado durante todo el día. Estaba la radio de fondo, el teléfono y las otras personas que trabajan ahí, pero además de todas esas cosas, estaba acompañado.

Ya no me bajo más una cuadra antes. Conozco cada uno de los ladrillos y las pintadas. Se de memoria la ubicación de los charcos y podría transitar esa cuadra con los ojos vendados. Ya no estoy más acompañado. Puedo pensar en mí todo el puto día.