Hacer la entrega, eso era lo pendiente. Complicado de tiempo por el trabajo, la información poco precisa y la psiconeurosis pre fiestas, todo se hacía más complejo. No tenía la certeza de la fecha de partida de mi contacto. Imaginaba que se quedaría hasta el lunes. Nunca lo había visto.
El jueves cargué todo en la mochila antes de salir para el trabajo. Tenía impresa la dirección, un nombre, Nelson, y una serie de instrucciones que harían que todo cierre y el paquete llegue a destino.
Había música nueva de un calvo viejo en el aniversario de la muerte del primer calvo, el elegido y padre de todos ellos, el inmortal.
El viejo sabía que nunca iba a poder ser como su maestro, en parte porque no podía compararse con alguien que ya no estaba, y para peor, que estaba en la mente y los corazones de todos nosotros, con los primeros reggaes, los primeros pogos, las primeras borracheras. Nos había enseñado a tomar ginebra y alcohol barato, a elegir vivir nuestra propia vida antes que la de los otros, esa de los reyes falsos en monumentales escuelas que bien podrían ser castillos, reinas ricas y príncipes obligados a ser cuños de monedas. Nos había mostrado la de la TV caliente y la heroína.
El viejo tomó el camino que su maestro decidió no tomar nunca, justamente porque era el camino de otros. Jugó a ser líder de masas que no lo entendían pero que lo seguían como manada violenta y desordenada, pero fiel. Creó su propia mitología encargándose de quedar fuera de ella porque de ella vivía, creyéndose menos que su reputación y al mismo tiempo siendo el propagador de la misma. Se escondió de los grandes monstruos para luego negociar con ellos desde otra altura y en otras condiciones. Se auto proclamó Rey, héroe del whiskey, lobo y cordero. Se puso en un lugar que quizá le quedaba chico, quizá grande, pero que no era el de él y se fue un día a esconderse otra vez.
Para llegar, hay que hacer lo que él dice e ir llevado por su séquito a oscuras y con destino incierto. Se lo ve sólo cuando se deja ver y cuando quiere o lo necesita. Siempre con lentes, siempre calvo, como su maestro que se ponía a charlar con vos sentado en la vereda de un Abasto en ruinas, lejos del shopping. Creo que nunca lo entendió o nunca lo terminamos de entender nosotros.
Estaba también la yerba, claro.
Eran las cinco de la tarde de un diciembre que todavía no dejaba afianzar el calor. Incluso la lluvia se hizo presente en un momento. Terminé con el trabajo y fui a entregar el paquete. Llegué a la dirección, Av. Corrientes 1212, Hotel Bahía.
Tal como me habían indicado y descripto, bien podría estar morando en sus habitaciones el maestro o su alma. Lo que si era seguro, su recuerdo estaba ahí, imborrable y perpetuo.
Desvencijado, oscuro, humilde, raro, céntrico, barato, quizá feo pero justo. Era el balance perfecto entre la necesidad y lo que hacía falta para satisfacerla.
La recepción en el primer piso estaba cerrada y vacía, como parecía vacío el hotel. No había nadie y sólo el ruido del tráfico interrumpía por momentos el silencio sepulcral que me obligaba a decidir que hacer con el paquete.
No tenía muchas opciones. Una era no entregarlo. La otra dejarlo abandonado en un buzón de boca ancha que parecía en desuso y una cargada. A la altura de los ojos en una puerta, al costado del ascensor que era médula del edificio, parecía la entrada al cuarto de objetos que no iban a ser vistos nunca más.
Revisé el mail nuevamente y vi que tenía apuntado el teléfono del lugar. Opté por la segunda alternativa, pensando en llamar más tarde para corroborar que lo que había dejado, por lo menos estaría en los planes de un tercero para que concrete la entrega. Odio depender de terceros.
Una vieja llega desde arriba en el ascensor y me esquiva como si yo fuera un periodista que interroga incisivo y ella una estrella de rock. Decido esperar un rato más y entra un tipo desde la calle al que consulto sobre la recepción del hotel y los horarios. El tipo se extraña de la ausencia y termina diciendo que no tenía ni idea.
Miré la boca del buzón y me despedí del paquete de a poco. Al meterlo busqué casi inútilmente un fondo, un apoyo, hasta que lo sentí en la base y lo solté. Ya está pensé, primera etapa concluida, y casi inmediatamente se sintió el estruendo contra el piso. Me asusté un poco y me lamenté de no haber hecho más robusto el envoltorio. Menos mal que no son estatuillas de porcelana.
Unas horas después intenté llamar pero luego de un par de intentos, me di cuenta que el número que tenía no era correcto. Busqué en la guía y no figuraba ningún hotel con ese nombre. Murphy estaba conmigo. Cuando algo puede salir mal, saldrá mal.
Conseguí la guía telefónica en un CD, con lo que pude ubicar el teléfono del Bahía, llegando por medio de la dirección.
Una voz extraña, como desentendida y desinteresada, me dice que está bien, que se va a fijar y me corta, dejándome con la sensación de no retorno, de haber quitado la traba de la granada y ver que no hay donde arrojarla.